GRANDEZAS QUE DESDE EL CIELO NOS CONCIERNEN

Uno de los vocablos griegos para describir al hombre (anthropos) es una combinación de palabras que significan literalmente «el que mira hacia arriba». De ahí que el hombre es un ser orante. Algunos Salmistas se hicieron eco de este significado cuando decían: “¿A quien tengo yo en los cielos, si no a ti? Y fuera de ti, nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25). “A ti alcé mis ojos, a ti que habitas en los cielos” (Sal. 123:1).

La iglesia del Señor a través de las edades, ha tenido que mirar siempre a los fundamentos, a fin de constatar la salud del cimiento de su fe, para no ser movida de “la sincera fidelidad a Cristo” (Ver 2 Co. 11:3). Hoy, cuando brotan tantas falsas doctrinas, y pululan globalmente muchos maestros del error, se requiere “mirar hacia arriba”. Todavía el cielo es el único lugar estable donde las cosas son inconmovibles, donde los tesoros se guardan sin corrosión y sin peligro de ser robados. Por tanto, “… buscad las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Ver Mt. 6:20, Col. 3:1).

Miremos algunas grandezas que desde el cielo nos conciernen:

La primera que quiero presentarles, es ese milagro contenido en las palabras  del profeta, aludiendo a Jesús en su nacimiento: “Y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Isa. 7:14; Mt. 1:23). Ello es un canto a la deidad del Salvador.  “… En él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad” (Col. 2:9). Como Cristo es Dios, tiene el derecho legal de perdonar nuestros pecados, pues la Escritura pregunta: “¿Quien puede perdonar pecados, sino solo Dios? (Mr. 2:7). Emanuel trae cerca de nosotros toda Su divinidad a tal manera, que ya no necesitamos decir: “… ¿Quién subirá al cielo? (esto es para traer abajo a Cristo)… ”. Ahora Dios responde: “Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en tu corazón”. O sea, es suficiente creer en él como Señor, y confesarlo con la boca como aquel a quien Dios resucitó de los muertos, para que venga a vivir para siempre con nosotros en una irrefutable experiencia de salvación personal (Ver Ro. 10: 6 – 10).

La segunda grandeza que desde el cielo nos concierne, es esta promesa de Cristo mismo: “Porque donde están dos o tres congregados en mi Nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18:20). Ahora, El Espíritu Santo menciona en Hebreos  10:25: “No dejando de congregarnos como algunos tienen por costumbre”. Aquí Dios relaciona los términos, “costumbre” y “congregarse”. Así como peligrosamente se puede hacer una costumbre espiritualmente fatal el no congregarse, por otro lado, el venir a la congregación debe ser una sana costumbre de los hijos de Dios. Un solo servicio que Tomás perdió de la congregación de sus condiscípulos, le hizo perder también el ser de los primeros entre los testigos presenciales de la resurrección del Señor. El pasaje en cuestión revela que un día de ausencia a la reunión de los hijos de Dios, le hizo retrasar una semana entera en su desarrollo de fe (Ver Jn. 20:24-29). Ahora Cristo nos dice, que cuando nos congregamos en Su Nombre, él está ahí, en medio de nosotros. Cristo es absolutamente Dios, no solo en el cielo; lo es también en medio de su pueblo. Eso dice mucho acerca del poder que se genera en la congregación al estar presente Cristo.

Ahora, esta promesa entraña la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia reunida. Cristo, como persona divina, está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos  (He. 8:1), pero  a través del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo (Ro. 8:9), él puede estar en medio de nosotros. El Espíritu Santo no es un mero substituto de Cristo en esta dispensación. Sin despojarse de su misma esencia divina y personalidad propia, el Espíritu Santo trae a Cristo en toda su magnitud y lo hace real y manifiesto en medio de la congregación de su pueblo. “El Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Co. 3:17).

Estas son grandezas que desde el cielo nos conciernen. Si el Creador del Universo vino a vivir entre nosotros, y si toda su dignidad y omnipotencia están a disponibilidad de la iglesia, no sería sabio quien intente vivir su vida en una cruel soledad. Nunca en la historia del Evangelio ha habido un periodo donde sea más urgente estar cerca de Cristo, y con él, entre los hermanos de la fe, como en este tiempo del fin.  La ciencia avisa que si los glaciares continúan derritiéndose por el calentamiento global, inmensos témpanos de hielo de los polos, pudiesen caer sobre las calientes aguas de los océanos. Entonces,  las catástrofes por ello, serian devastadoras. Esto sirve para ilustrar cómo debemos velar para que la frialdad espiritual común de estos tiempos peligrosos, no vaya a calar desventuradamente nuestra vida cristiana. Es apremiante la necesidad de acercarnos personalmente a Jesús y a la congregación de los hermanos que confían en él, de cuya reunión se pueda decir: “Verdaderamente Dios está entre vosotros” (1 Co. 14:25).

Orando que estas grandezas que desde el cielo nos conciernen, nos sean reveladas en forma diáfana a todos nosotros,

Pst. Eliseo Rodríguez
Iglesia Evangélica. Monte de Sion,

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